Muñoz Marín recapitula desarrollo del
pensamiento político sobre el estatus
17 de julio de 1951



Amigos, compatriotas:

Tanto el momento histórico como el día que conmemoramos son propicios para hacer una recapitulación de lo político y lo económico y social en Puerto Rico durante los últimos años. Creo que hacerlo arrojará luz no sólo sobre el trabajo de esta generación, sino también sobre el significado de Luis Muñoz Rivera.

En lo político el ensanche que ha podido tener mi propio pensamiento puede servir para ilustrar en alguna forma la manera en que esta generación ha buscado, y a mi juicio está encontrando, la verdad política, el ideal político que más justamente se adapte a la complicada necesidad de nuestro pueblo en su gran busca de la libertad integral--la libertad en todos sus aspectos, en vez de limitada a sólo algunos: libertad del miedo al hambre; libertad del miedo a la inseguridad; libertad del temor a que se supriman libertades de los individuos, de los hogares.

¿Qué es la patria?

La palabra es para que los hombres se entiendan. Pero a veces hay palabras que por un tiempo hacen que no se entiendan. En nuestro país, la palabra "patria ha sido una de ésas. Posiblemente es el puertorriqueño, entre todos los seres de la tierra, uno de los que más entrañable cariño le tiene a su país.

La patria tiene el paisaje que amamos, sus colores y las estaciones, el olor de su tierra que humedece su lluvia, la voz de sus aguas de quebrada (la de mar es más, como la de todas las patrias que dan al mar); sus frutos y canciones y formas de trabajo y de fiesta; sus platos de celebración y los austeros y socorridos con que afronta el sustento de todos los días; sus flores y hondonadas y veredas--pero, por sobre todo, su gente: el pueblo, la vida, el tono, las costumbres, las maneras de entender, de hacer, de llevarse unos con otros. Sin eso, la patria es nombre, o abstracción, o a lo sumo, paisaje. Con la gente: es patria-pueblo. Por eso digo que quienes profesan amar la patria y desprecian al pueblo sufren un grave enredo de espíritu. Lo sufren--y no debemos suponer que sea de perversidad o mala fe--quienes con palabra o por implicación de sus acciones dicen, "¡que se salve la patria aunque se hunda el pueblo!"

El cariño ha de ser a la patria entera, a la patria-pueblo. ¿Cómo no lo hemos de sentir? ¿Y quién puede decir que hace daño sentirlo? Es grato al espíritu y es enaltecedor sentir ese cariño. De lo que tenemos que resguardarnos en el mundo en que vivimos es de confundir el amor a la patria-pueblo con el concepto fútil de pequeño e ingenuo estado nacional. No hay mandamiento de ley divina o humana que diga que las patrias tienen que estar aisladas, ser suspicaces, vanidosas y certeras, máquinas generadoras de la desconfianza y del odio entre los seres que pueblan la ancha igualdad que hizo el Señor sobre la tierra.

Pero fuimos muchos los que sufrimos esta confusión entre el cariño al país, a la gente, a la patria-pueblo, y el concepto estrecho y agrio del estado nacional. Así concebíamos que el amor a Puerto Rico y el deseo de su independencia aislada eran una misma cosa. No entendíamos lo uno sino entremezclado, en forma que parecía inextricable, con lo otro. Si el sentimiento hacia la patria era igual que hacia la idea separatista, entonces no podíamos concebir que si la patria era digna de cariño, no lo fuera, simultáneamente, igualmente, inseparablemente, el separatismo.

Empezó el difícil proceso de aclarar ideas sobre esto con la presentación del primer Proyecto Tydings sobre la independencia separada de Puerto Rico en 1936. Aquel proyecto de ley presentado en el Congreso de Estados Unidos para separar a Puerto Rico de Estados Unidos, según lo veníamos pidiendo muchos puertorriqueños, le daba grandes golpetazos a nuestra cerrada trabazón de ideas y sentimientos. Por una parte, disponía la independencia separada que muchos pedíamos para la patria-concepto; por otra parte, condenaba a la patria-pueblo a nunca salir de la miseria extrema, a que se agravara más todavía esa extrema miseria, a la desesperación de perder toda salida de la gran tragedia económica. Independizaba a la patria-palabra, a la patria-concepto, a la patria-abstracción. Y al mismo tiempo condenaba al desastre a la patria-pueblo. Una idea que siempre habíamos considerado unitaria--siempre habíamos considerado que la patria y su independencia separada eran la misma cosa--de pronto se nos presentó como dos ideas enteramente distintas: una aceptable para la patria-nombre, la otra enemiga mortal de la patria-pueblo. ¡Las dos ideas contenidas en un mismo proyecto del Senador Tydings, del Congreso de Estados Unidos!

Hemos de agradecerle a este Proyecto que, con su gran golpe de maza, empezó a obligarnos a muchos a pensar con mayor cuidado sobre si por devotos de la patria-nombre, estaríamos siendo enemigos de nuestro pueblo, de la patria-pueblo, sin quererlo, por insuficiencia de pensamiento, por negligencia en el esfuerzo de nuestro espíritu.

Estas cosas no son fáciles de desarraigar de uno mismo porque, aunque no sean muy difíciles al entendimiento, encuentran una gran resistencia en las costumbres emocionales. Por eso, la primera reacción al Proyecto Tydings no fue cuestionar la independencia aislada, sino cuestionar las condiciones de vida económica que imponía el Proyecto Tydings. No era, decíamos, que la independencia separada fuese destructora para la patria-pueblo; era que el Proyecto Tydings en sí era malo en sus condiciones económicas.

Razonar y racionalizar

Entendíamos, porque no se le hace difícil a la mente entenderlo, que si fuera verdad que la independencia separada solamente pudiera establecerse bajo condiciones económicas parecidas a las que disponía el Proyecto Tydings, la independencia separada, bajo esas condiciones, no sería independencia sino destrucción, esclavitud a la miseria, para Puerto Rico. Pero las fuerzas emocionales dentro de nosotros nos obligaban a buscar la creencia de que podía haber otras condiciones económicas, sumamente diferentes, buenas para el pueblo de Puerto Rico, protectoras de su esperanza en vez de destructoras de ella, bajo las cuales, naturalmente, fuera posible la independencia separada.

A esta manera de razonar, o sea, a servirse de la razón para justificar la emoción en vez de para buscar austeramente cuál sea la verdad, se le llama racionalización. A veces las racionalizaciones pueden ser muy brillantes. Pero el entendimiento, en función de racionalizar, es lacayo de la emoción en vez de ser guía de ella. A veces se confunde la racionalización con el genuino razonamiento, lo mismo que puede confundirse el brillante uniforme de un portero con el de un general.

En aquellos momentos nuestra emoción era mucho más fuerte que nuestra razón, y sometió a nuestra razón al oficio subalterno de racionalizar. Creímos que Tydings había atado condiciones económicas innecesariamente malas al establecimiento de la independencia por separado de Puerto Rico. Empezó en nuestra mente la búsqueda de una solución que volviera a armonizar la idea separatista con la idea de la justicia y de la supervivencia del pueblo, de la patria-pueblo. Se pensó que si las mismas condiciones del Proyecto Tydings se establecían, no de un año para otro, sino a través de un periodo de, digamos, diez años, podría salvarse la patria-pueblo de la destrucción después de establecida la independencia aislada. Esto también era insuficiente, pero sirvió para proteger un tiempo, en el ánimo de muchos de nosotros, la idea preconcebida del separatismo.

En este estado de ánimo estábamos cuando se desarrolló la campaña fundadora del Partido Popular Democrático entre 1938 y 1940. Para el espíritu sensible, la gran necesidad económica de la muchedumbre de nuestro pueblo es un dato macizo que no permite evasivas. Yo conocía mucho a la gente sencilla de Puerto Rico; pero era poco, comparado con lo que llegué a conocerla entonces.

Lo que aprendí del pueblo

Hubo veces en que Puerto Rico aparecía ante mis ojos como una interminable vereda entre montes y vegas y caras adoloridas. La vereda fue mi casa y mi camino; y el dolor y el afecto humanos, mi compañía; y entre el dolor y el afecto, como una tenue semilla, la esperanza.

De aquella enorme tertulia con mi pueblo aprendí muchas cosas. Aprendí que hay una sabiduría de pueblo, en campos y poblaciones, que la educación puede instrumentar, pero no mejorar, en sus magníficas esencias humanas. Yo le enseñaba algo a muchos de ustedes, pero ustedes me enseñaban más a mí. Aprendí que, en la sabiduría de pueblo, la libertad se entiende como cosa mucho más honda del corazón, de la conciencia, de la vida diaria, del surco y el arado y la herramienta, de la dignidad personal en todo esto. Aprendí que en el ser sencillo el concepto nacional está ausente porque su lugar lo ocupa un entender profundo de la libertad. Aprendí que, en esta sabiduría, se prefiere--si hay que escoger--a quien gobierne respetuosamente desde lejos que a quien lo haga despóticamente desde cerca; y ese entendimiento es base y raíz inigualable de todo gran concepto federalista, de grandes uniones entre pueblos y entre hombres a través de los climas, las razas y las lenguas. El concepto nacionalista prefiere el gobierno despótico de los allegados por sobre el democrático de los más remotos. Naturalmente, el federalismo democrático envuelve respeto y libertad tanto en las formas cercanas como en las más generales de gobierno. Aprendí muchas cosas, probablemente muchas más cosas que las que todavía sé que he aprendido--porque se aprende por siembra en el ánimo cosas que después se cosechan en el entendimiento. Y aprendí mejor que muchas otras, una cosa de la que ya sabía antes: que es indigno de la conciencia, que es la negación de todo ideal, el arriesgar, por conceptos abstractos, la esperanza de mejor vida, la profunda creencia en la libertad integral de la gente buena y sencilla que puebla de caminatas la larga vereda, que a veces cruza calles y plazas, que es Puerto Rico. Y aprendí todo esto y que la gran masa del pueblo de Puerto Rico quiere las anchas hermandades con sus conciudadanos de la Unión Americana, con todos los hombres de la tierra, mejor que las agrias estrecheces de la separación.

Me di cuenta de que con un programa de independencia aislada jamás obtendríamos respaldo del pueblo para el desarrollo económico--justicia y producción--que tanto necesitaba el pueblo. La profunda intuición popular señalaba que era contradictorio el programa que, por una parte, hablaba de lucha en alivio de su extrema pobreza, mientras, por otra, hablaba de una independencia separada que le haría perder toda esperanza de jamás vencer la extrema pobreza y que rápidamente agravaría la extremidad de esa pobreza. Ante este instinto que observé por todas las vueltas de la gran vereda--y ante la angustiosa y grave duda que en mi espíritu, como en el de otros, ponía las más serias interrogaciones, y ante la compulsión al ideal de meterle mano a los grandes problemas económicos y sociales de tanta gente buena en Puerto Rico--surgió la fórmula que salvó la posibilidad de todo lo que ha venido después, la fórmula de "el estatus político no está en issue; los votos que diera el pueblo a favor del Partido Popular Democrático no se contarían ni a favor de la independencia separada ni de la estadidad federada; serían votos a favor del programa económico y social. El estatus político se decidiría por el pueblo en otra ocasión, en forma enteramente aparte de las elecciones corrientes. Presuntamente sería en un plebiscito.

El plebiscito: amenaza económica

Esto libertó al Partido Popular Democrático de tener un programa que fuera enemigo de sí mismo, de tener un programa una de cuyas partes amenazaba la destrucción de la otra, cuya parte política se pudiese desatar como huracán y destruir su parte económica. Esto libró al pueblo de Puerto Rico--más bien, a la parte del pueblo angustiada por ella--de esa perplejidad intolerable de espíritu, pero sólo temporeramente. Permitió darle curso a un nuevo gran movimiento de reforma, de creación, de esperanza, que todavía está en marcha; al que todavía le falta mucho por hacer, por encima de lo mucho que ha podido hacer.

Pero ya dije que sólo nos libró de esa perplejidad por un tiempo. Siempre se cernía sobre la cabeza colectiva un potencial plebiscito que insistíamos debía ser entre la independencia separada y la estadidad federada--ambas amenazando económicamente la vida del pueblo.

Entiéndase que en esto no insistía el pueblo. Insistían las asambleas, que en este aspecto político tendían a no ser tan representativas del pueblo como en los aspectos económicos.

No éramos insinceros nosotros, los de las asambleas. Con más lecturas y menos sabiduría seguíamos creyendo, aunque en angustiosa duda, que la decisión debía ser entre la independencia separada y la estadidad federada bajo condiciones económicas distintas a las del Proyecto Tydings y a las de los estados federados; y seguíamos no discutiéndonos mucho a nosotros mismos el que las condiciones económicas necesarias fuesen posibles o no fuesen posibles de establecer en las disyuntivas de tan rígido dilema.

Realmente en el instinto del pueblo, que a veces sus líderes tienen que convertir en acción para guiarlo, la idea del plebiscito entre sólo las dos formas clásicas cumplió más que la función de iluminar, la de dar tiempo a que alguna iluminación hubiera más válida, más autóctona, por decirlo así, en la realidad de Puerto Rico. Esto lo podemos ver así ahora. No era fácil verlo así entonces.

En las elecciones de 1944 se repitió el compromiso con el pueblo de que el estatus político no estaba en issue. Sin embargo, había que buscarle solución a esa parte del problema. La sabiduría de pueblo que he señalado no consiste en creer que lo concerniente a estatus político carece en total de importancia. No es así. Consiste en no creer que sea importante resolverlo en fórmulas rígidas, preconcebidas, tiranizadoras del pensamiento y turbadoras de la voluntad creadora del hombre, que tiene mucho de criatura política en su persona integral.

Cometimos el error, por insistencia de algunos asambleístas, de fijar, en cierto modo, término al planteamiento del problema: dijimos que "al terminar la guerra mundial". En efecto lo hicimos, no ante Puerto Rico sino ante el Congreso de Estados Unidos, solicitando un plebiscito. Es de notarse, sin embargo, que ya habíamos avanzado un paso más en el camino de la realidad. El lenguaje permitía considerar otras que no fueran tan sólo las dos alternativas clásicas en toda su rigidez.

Las condiciones económicas

En 1945 fui a Washington en gestión sobre el estatus político. De esa gestión resultó el proyecto presentado por el Senador Tydings en el Senado y por el Comisionado Piñero en la Cámara de Representantes Federal. En ese proyecto se presentaban tres alternativas: estatus de independencia separada, de estado federado y de dominio. En las alternativas de independencia separada y de dominio se incluían condiciones económicas sumamente distintas a las del Proyecto Tydings original y a las de los otros Proyectos Tydings posteriores al original y anteriores a éste. Continuaría, bajo cualesquiera de estas alternativas, el comercio libre entre Estados Unidos y Puerto Rico; continuarían ingresando en el Tesoro de Puerto Rico las contribuciones de rentas internas que ingresan hoy; se extenderían por un largo periodo las ayudas federales para caminos, hospitales, nutrición escolar y otras múltiples obras y servicios de interés público.

En mis conversaciones en Washington pude darme cuenta de que tal Proyecto no tenía oportunidad alguna de ser aprobado. Sirvió más bien para presentar un cuadro, tanto ante el Congreso de Estados Unidos como ante la opinión pública de Puerto Rico, de cuáles eran las condiciones económicas mínimas que necesitaba Puerto Rico para poder subsistir bajo cualquier estatus político.

A principios del año siguiente, 1946, escribí una serie de tres artículos en el periódico El Mundo señalando con especial énfasis la gravedad de nuestros problemas económicos y cómo todos nuestros demás problemas estaban afectados por los problemas básicos de vida de nuestro pueblo. Todavía alentaba el razonamiento de que podrían hacerse compatibles las condiciones económicas necesarias con las alternativas políticas clásicas.

En abril de ese mismo año, 1946, volví a Washington como miembro de la Comisión del Estatus, en la que estaban representados todos los partidos de la Legislatura. Allí volvimos a la gestión de ver, de resolver el problema de estatus en la forma en que hasta entonces lo entendíamos.

En aquellos mismos meses se estaba discutiendo en comités del Congreso el proyecto para fijar las relaciones económicas entre Estados Unidos y Filipinas cuando se iniciara la independencia de Filipinas a mediados de ese mismo año. La lectura cuidadosa de las audiencias privadas--que se habían hecho públicas en un libro, sobre este problema, que tan de cerca afectaba al que estábamos planteando nosotros--me convenció de que era imposible, totalmente imposible, indubitablemente imposible, que Puerto Rico obtuviera el derecho de escoger la independencia separada en un plebiscito si no era bajo condiciones económicas desastrosas para el bienestar de su pueblo, destructoras de toda esperanza de poder seguir mejorando la vida de la gente en Puerto Rico. El factor más importante que me llevó a este convencimiento fue el relacionado con los Tratados de Nación más Favorecida.

A Filipinas se proponía darle un trato económico que preservara sus ventajas de unión con Estados Unidos durante solamente ocho años; y después se iría reduciendo gradualmente esa ventaja hasta que quedara sin privilegio alguno en su relación económica con Estados Unidos. La razón principal de esto eran los Tratados de Nación más Favorecida de Estados Unidos con muchos otros países del mundo. Según estos Tratados, Estados Unidos se obliga a darle el mismo trato económico en su comercio a cualquier país del mundo con el que tengan tal Tratado como el que le den a la nación más favorecida por ellos. Evidentemente los Estados Unidos--que nos estaban dando, lo mismo que ahora, un trato económico muy bueno, necesario para el desarrollo de Puerto Rico--podrían seguírnoslo dando, pero no bajo un estatus que llevase el título y las señas de independencia separada. Cualquier estatus que fuera dentro de la ciudadanía americana, en alguna forma de asociación con la Unión Americana, podría preservar esas condiciones buenas y necesarias a nuestra supervivencia como pueblo. Pero cualquier estatus que conllevara la separación de esa ciudadanía y la desasociación con la Unión Americana no podría en forma alguna preservarnos esas condiciones económicas, excepto posiblemente por un número muy breve de años y a base de una escala disminuyente. Era evidente que Estados Unidos no podía dar a Puerto Rico, si fuese país independiente separado, comercio libre, sin obligarse a dárselo a todos los demás países del mundo con los cuales tiene Tratado de Nación más Favorecida, o sin crearse una dificultad diplomática enorme y totalmente innecesaria para Estados Unidos por sostener tan absoluta excepción a favor de un Puerto Rico separado. Esto aparte de las relaciones de afecto, confraternidad y respeto mutuo que se han desarrollado dentro de nuestra común ciudadanía.

Discutí esta conclusión mía con miembros de la Comisión del Estatus. Al regresar a Puerto Rico escribí otra serie de artículos en el periódico El Mundo en los que expresaba mi conclusión. Creí que no teníamos derecho a seguir gastando tiempo sin límite en buscar una solución al problema de estatus político que debíamos saber de antemano era totalmente imposible. Imposible, no para la Unión Americana, ¡sino para nosotros! Creí que debíamos usar el tiempo en buscar creadoramente una forma realísticamente libre de estatus político, que no fuera enemiga de la solución de los problemas de vida del pueblo de Puerto Rico, y que amparara sus derechos de dignidad dentro de la asociación con la Unión Americana. No tengo que decir que las condiciones económicas que eran malas para Filipinas eran, sin embargo, soportables para Filipinas debido a que aquel país tiene mucho más territorio que Puerto Rico, mucha más riqueza natural y muchos menos habitantes, con relación a su territorio y su riqueza, que Puerto Rico.

Nuevo cauce

Poco después, en aquellos días de 1946 en que precisamente se estaba inaugurando la República de Filipinas separada ya de Estados Unidos, bajo condiciones económicas que hubieran sido rápidamente destructoras para Puerto Rico, me reuní con los organismos directivos del Partido Popular Democrático en este mismo pueblo de Barranquitas. Les expresé durante una larga y detallada explicación mis conclusiones, según las he indicado antes en el curso de estas palabras hoy. Algunos sugirieron si se podría tratar durante algún tiempo más, antes de llegar a la conclusión de que era imposible el camino que llevábamos. Yo les dije que estaba convencido que era inútil: que aquel camino era absolutamente imposible. Sin embargo, indiqué mi disposición a intentar seguir por ese camino, pero no por mucho tiempo. Tenía yo una sensación de la más grande inutilidad en el uso del tiempo de aquella manera. Se me encomendó allí que fuera yo el juez que determinara cuándo ya no valía seguir por aquel camino.

En uso de esta autoridad se inició pronto una nueva etapa en la brega con este problema de estatus político, integrándolo a la realidad de todos los demás problemas básicos de Puerto Rico. El problema de estatus político dejó de ser el enemigo de la solución de los problemas económicos y entró a la armonía con el esfuerzo por resolver las grandes dificultades económicas de nuestro pueblo. Creo que la velocidad que adquirió la historia de Puerto Rico en aquellos momentos es una justificación, entre otras, al punto de vista que he expresado.

Desde 1917 no había progreso en cuanto a gobierno propio en Puerto Rico. Después de aquellos momentos de mediados de 1946, pasaron sólo dos meses hasta que tomó posesión como Gobernador de Puerto Rico, por nombramiento del Presidente de Estados Unidos, un hombre, Jesús [T.] Piñero, electo por el pueblo de Puerto Rico para otro alto cargo. Desde aquel momento, a mediados de 1946, solamente pasaron catorce meses hasta que el Congreso de Estados Unidos le transfirió al pueblo de Puerto Rico el derecho a elegir libremente su propio gobernador. Desde aquellos momentos, a mediados de 1946, pasaron sólo exactamente cuatro años hasta que el Congreso de Estados Unidos ofreciera crear la relación con Puerto Rico a base de convenio aprobado por el pueblo de Puerto Rico y de constitución hecha por el pueblo de Puerto Rico mismo. Desde 1917 a 1946: veintinueve años sin progreso en este aspecto de la vida de Puerto Rico. Desde 1946 hasta este momento, en cuatro años, ¡el progreso enorme de estar creando por voluntad del pueblo de Puerto Rico una nueva forma de estatus, una nueva forma de relación política en la Unión Americana y en toda la América! Eso ha de darnos una idea, amigos y compatriotas, de toda la energía política reprimida, malgastada sin uso, que se mantenía inmóvil al no poder usarse en nuestro progreso político hasta que, en 1946, se le abrió cauce a esa enorme energía política reprimida para crear nuevas formas de libertad política, armónicas con la libertad económica de nuestro pueblo y de cada ciudadano y de cada hogar en nuestro pueblo, en vez de las fórmulas rígidas y estériles que se mantenían como amenaza al desarrollo integral de nuestro pueblo y que inutilizaban las grandes potencias políticas creadoras de Puerto Rico.

Quiero una vez más señalar que lo que hemos hecho es iniciar un proceso de creación política en Puerto Rico, no meramente inventar una fórmula más. Precisamente, un pueblo con tanta necesidad de crecer en los diversos órdenes de su vida como el pueblo de Puerto Rico, no puede dejarse enredar en fórmulas. Tiene que darle curso a su energía en procesos de desarrollo, en maneras de continuo crecimiento. Nada habría más esclavizador, nada haría a Puerto Rico más infeliz colonia de nuestra propia ceguera, que el persistir en enredar su gran fuerza para hacerse un amplísimo porvenir, en fórmulas rígidas o anquilosadas u obsolescentes, o, cuando menos, inaplicables a su grande y complicada necesidad real.

Interpretación de la Ley de Constitución y Convenio

Dije que haría hoy una recapitulación, no solamente de lo político sino también de lo económico y social en los últimos años. Antes de pasar a estos otros aspectos, quiero señalar un punto que considero de deber sobre el aspecto de Convenio de la Ley de Constitución y Convenio. Es evidente que todo documento de esta naturaleza puede estar sujeto a distintas interpretaciones, y que no es difícil concebir que sean motivadas por la buena fe.

Yo creo que la interpretación mía es la correcta y es la interpretación que, junto a muchos otros amigos, le di durante la campaña que culminó en la votación del 4 de junio. Otros le dieron otras interpretaciones. El pueblo decidió con sus votos firmar el Convenio. Lo que deseo señalar, como deber patriótico de todos, es que el Convenio debe interpretarse en la forma que sea más liberal y más favorable a Puerto Rico y al fraternal entendimiento de Puerto Rico y la Unión Americana. Me parece que la motivación de todos, una vez que el pueblo ha actuado en el sentido en que actuó, debe ser que el Convenio se interprete en la forma de mayor solidez, de más ancha y más honda libertad para el pueblo de Puerto Rico. Nadie debe interesarse en que se interprete en otra forma. Como el Convenio no cierra caminos a otras soluciones en las que puedan creer cualesquiera compatriotas, me parece claro que debemos desechar tecnicismos y, dentro de las más amplias escuelas jurídicas, fortalecer la interpretación que es mejor para nuestro pueblo y para sus buenas y libres relaciones. La Constitución de Puerto Rico, como las de muchos estados federados, habrá de verse en la revisión judicial. Debe ser interés patriótico de todos sostener que en la interpretación judicial tenga la mayor fuerza posible lo que sea mejor para el pueblo de Puerto Rico. Me parece que este es un deber que va más allá de las líneas de partido o de las líneas de original división sobre cómo debería votar el pueblo el 4 de junio.

Justicia y producción

Consideremos ahora lo económico. Al iniciarse la actual etapa de nuestra historia hace apenas doce años, había la más extrema pobreza en Puerto Rico, basada en la mala distribución de lo poco que se producía, y, naturalmente, en lo poco que se producía en sí. La pobreza extrema de la gran masa del pueblo se reflejaba en la pobreza relativa de otros grupos económicos y en la insuficiente prosperidad general de todos.

Al enfrentarnos entonces a la tribulación de nuestro pueblo, veíamos con más claridad la distribución injusta que la producción insuficiente. Probablemente es natural que así sea en cualquier circunstancia parecida. Parece haber más drama en la injusticia de los hombres unos con otros que en la insuficiencia de la naturaleza para el sustento de los hombres, o en la limitación del esfuerzo del hombre para vencer la insuficiente naturaleza que encuentra a su paso. Nos es más fácil cogernos coraje unos a otros por injusticias que cogerle coraje a un pedazo de tierra sin cultivar, especialmente cuando pudiera ser que la falta de cultivo de ese pedazo de tierra tuviera su origen en nuestro descuido en cultivarla.

Sin embargo, desde un principio nos dimos cuenta que el esfuerzo tenía que ser de justicia y de producción y no solamente de justicia en distribuir lo poco que se producía. En un comienzo soltamos mucho más energía en corregir injusticias que en aumentar producción. Sin embargo, en la Legislatura de 1941 ya se aprobaba un proyecto que disponía que parte de la contribución sobre ingresos podría condonarse a los que invirtieran en nuevas industrias para aumentar el número de oportunidades de empleo para los trabajadores de Puerto Rico. No era, todavía, un proyecto cuidadosamente pensado.

En cambio, los proyectos para hacer más justicia tuvieron más efecto inmediato: Se empezó a distribuir tierra; pronto se establecieron las primeras Fincas de Beneficio Proporcional. Se perfeccionó la legislación de ocho horas, se inició el principio de salario mínimo a base de la capacidad de las industrias y actividades económicas para pagar los mejores salarios posibles; se redistribuyó la carga contributiva, de modo que a los poderosos económicos y a los de mayor bienestar y a los menos cerca de la pobreza les tocara aportar una contribución mayor para el mejoramiento general del pueblo; se desarrolló rápidamente el programa de nutrición pública en las escuelas y en las estaciones de leche; se hizo un sistema muy modesto, pero que ha llegado a aliviar mucho dolor, de ayuda a los ancianos y desvalidos; se multiplicaron y mejoraron los centros de salud para los que no tienen otro acceso que los que provea el Gobierno para el resguardo de su salud; se modernizó, amplió y fortificó la legislación obrera en general. Más allá aún de esas medidas, y de otras similares, se creó en el espíritu del pueblo de Puerto Rico una actitud de democracia y de esfuerzo democrático hacia la solución de sus problemas, el alivio de su dolor, y el amparo de sus derechos; y esto le dio fuerza y manera y expresión práctica a la ingénita dignidad humana que lleva nuestro pueblo en su persona y en su espíritu.

Todo esto era, además, más justa distribución de lo poco que se producía. En el aumento de lo que se producía, en proveer los medios y los estímulos para tal aumento, nos empeñamos más lentamente al principio; y más vigorosamente, según el transcurso del tiempo, el crecimiento continuo en el número de gente, la experiencia adquirida en la brega con los complicados problemas de Puerto Rico, nos han ido enseñando a todos la importancia decisiva de aumentar la producción.

Ya en 1942 aprobábamos la ley que creó la Compañía de Fomento Industrial, y se adquiría del Gobierno Federal una fábrica y se empezaba la construcción de cuatro fábricas más para aumentar la producción industrial de Puerto Rico y combatir el desempleo. En 1944, en palabras que pronuncié por radio antes de la Asamblea del Partido Popular Democrático aquel año, presenté el problema en imágenes claras. Dije: La justicia sin el aumento en la producción no puede resolver el problema del creciente pueblo de Puerto Rico. No basta con repartir una libra de pan con justicia entre veinte personas; tiene que producirse más pan para que mitigue el hambre de veinte personas. La justicia puede distribuir lo que hay; no puede distribuir lo que no se ha producido.

La batalla de la producción

Comenzaron los estímulos más fuertes con la preocupación más honda por lo que llamé la Batalla de la Producción. Dije aquí y en el Congreso de Estados Unidos que Puerto Rico tenía que tener todos los medios posibles para aumentar la producción a cuatro velocidades: primero, aumentarla a velocidad suficiente para mantenerla al nivel del mayor número de habitantes que tiene que sostener Puerto Rico todos los años; segundo, tenemos que buscar la manera de aumentar la producción más rápidamente todavía que eso para ir disminuyendo el desempleo que ya había acumulado cuando comenzó esta tarea; tercero, tenemos que tratar de aumentar la producción más todavía para seguir mejorando los niveles de vida del pueblo de Puerto Rico (no debemos satisfacernos con que muchos miles más tengan vida igualmente mala que antes; debe haber vida constantemente algo mejor para los muchos miles más de habitantes que hay todos los años en Puerto Rico); cuarto, hay que bregar por aumentar la producción más todavía para que no siempre se necesiten las grandes ayudas y los grandes gastos federales en Puerto Rico para asegurar la supervivencia y desarrollo del pueblo de Puerto Rico.

El Gobierno llevaba un programa de hacer fábricas y seguir haciendo fábricas por su cuenta. Pronto vimos que jamás el Gobierno de Puerto Rico tendría fondos suficientes, bajo ninguna circunstancia concebible, para hacer por su cuenta fábricas del Gobierno, con dinero del Gobierno, que contribuyeran al aumento productivo y al aumento en las oportunidades de trabajo hasta el punto en que debemos esperar que a ello contribuya la industrialización del país. Las primeras fábricas le sirvieron al Gobierno más bien de experiencia, de coger práctica en los modos y dificultades de la industrialización, de ponerse en contacto con la dinámica industrial moderna, de desarrollar en sí mismo cierto saber-hacer en este mundo que le había sido bastante ajeno a Puerto Rico anteriormente. Como nos debemos a la búsqueda de soluciones a problemas, y no a amarrarnos a cualesquiera ideas equivocadas que podamos haber tenido en los comienzos de cualquier parte de nuestro programa, buscamos ampliar la industrialización diseñando estímulos a la inversión privada de capital en la creación de nueva riqueza, de nueva capacidad productiva, de nuevas fuentes de trabajo y sustento para los trabajadores. Con exención de contribuciones para ciertas industrias nuevas, con ayudas en la construcción de edificios para fábricas, con ciertas ayudas financieras al que esté dispuesto a arriesgar dinero propio en nueva producción, con la demostración de que el Gobierno de Puerto Rico tiene plena capacidad para mantener el orden en medio de la más estricta adhesión a los principios y derechos democráticos de los ciudadanos, hemos ido variando, mejorando, intensificando, en formas nuevas, la Batalla de la Producción.

Por otro lado, al abrir miles de kilómetros de caminos, ampliar otros para facilitar el tráfico de gente y de comercio y hacerlo más económico; al impulsar medidas para el mejoramiento de la salud, que no solamente son de justicia en dar más alegría a la vida, sino que son de producción en dar más fuerza al pueblo que tiene que hacer en unas formas y en otras el gran esfuerzo productivo--en todas estas formas, unas viejas, otras nuevas--siguiendo siempre el deber de lograr el fin por medios legítimos y no meramente el deseo de justificarnos en cómo comenzamos alguna obra, si fue equivocada la manera de comenzarla, hemos ido por esta difícil ruta de la que tan largo trecho hemos recorrido, de la que tanto más largo trecho nos falta todavía por recorrer.

Entendimiento democrático

Si el pueblo no hubiera crecido en entendimiento, en vigor democrático, no hubiera sido posible el recorrido que se ha hecho, sería imposible el recorrido que falta por hacer. Nuestro pueblo ha demostrado su entendimiento democrático frente a un programa difícil y frente a la demagogia que se nutre precisamente de criticar los programas difíciles de entender y difíciles de hacer. A cualquier pueblo se le puede inducir a respaldar un programa fácil. Pero se necesita un pueblo de gran potencial democrático, de grande y sencilla sabiduría de espíritu, para respaldar un programa necesario, pero difícil, largo y duro. El pueblo de Puerto Rico, ustedes, los compatriotas que me escuchan, han sabido hacer eso. Y ese es uno de los grandes signos de la gran valía de nuestro pueblo. Lo que hemos logrado ha sido, primeramente, siguiendo un objetivo: libertad económica, libertad real, libertad integral, para la gente de carne y hueso que es nuestro pueblo, para la patria-pueblo; y, segundo, cambiando, adaptando, perfeccionando, ensanchando o aguzando las maneras de perseguir ese objetivo. El objetivo no cambia. Las maneras de perseguirlo tienen que cambiar cuantas veces la conciencia honrada, basada en la observación inteligente, indique que así debe ser para seguir buscando el objetivo del bien para nuestro pueblo. Y se ve que, con esos dos principios (el fijo de lo que hay que lograr; el flexible y dinámico de las maneras que hay que buscar para lograrlo) se va despacio, a veces dolorosamente despacio, a veces desesperantemente despacio; pero vamos alcanzando el objetivo.

La demagogia

Una forma de demagogia frente a problemas que requieren soluciones difíciles de hacer y entender es proponer soluciones fáciles, fáciles de entender, fáciles de intentar, pero que en ninguna forma podrían resolver lo que es necesario resolver. Otra forma de demagogia es estar pendiente de que no se cambie nunca; de que lo que se empezó de una manera, continúe de esa manera aunque pueda llevar al desastre. Esto a veces es por vanidad de pensar siempre igual, aunque sufran por ello cientos de miles, millones de seres humanos. Podemos llamarle la fidelidad al propio error. En la vida colectiva la fidelidad al propio error es traición a la necesidad del pueblo. A veces la demagogia es para sugerir que el que cambia la manera de hacer algo es por algún motivo egoísta. Claro está, que hay quienes cambian modos de ver y hacer por motivos egoístas. Esos son los inescrupulosos, los pequeños de alma. Por otro lado, hay quienes no cambian modos de ver, cuando el cambio se justifica, por no tener luz para ver la necesidad. Estos son los meramente torpes, pequeños de cabeza, o perezosos para el esfuerzo de ver, que a veces es gran esfuerzo. Los que cambian a lo que ven más claro para lograr fines generosos y justos, esos son los puros de corazón. Vamos a tratar siempre, todos, de ser de estos últimos, puros de corazón, si es que Dios no ha querido que inocentemente seamos de los faltos de cabeza; pero vamos a no ser nunca, ninguno, de los que primeramente señalé: de los que cambian, o no cambian, pero si cambian lo hacen por motivos pequeños y egoístas; y si no cambian, también obedecen a motivos egoístas y pequeños.

Cómo debe ser la Constitución

Puerto Rico está en medio de un proceso constitucional por primera vez en toda su historia. No está de más que señale ciertos puntos de vista sobre lo que, a mi juicio, debe ser una constitución en Puerto Rico. Creo yo que nuestra constitución debe ser lo menos legislativa posible; es decir, la constitución debe establecer un poder legislativo, definir su composición, su elección y su duración, su frecuente renovación por el pueblo, y hecho esto darle al poder legislativo la mayor libertad posible para bregar con los problemas del país. La constitución en sí no debe tratar de legislar. Mientras más legisle la constitución, menos podrá legislar la Legislatura. Y la constitución es difícil de enmendar mientras que la Legislatura periódicamente llega a la voluntad del pueblo para que sus miembros sean ratificados o cambiados. Todo lo que acorta el poder legislativo, acorta el poder del pueblo.

En cambio, la constitución debe ser lo más estricta que sea posible en la protección de los derechos de los individuos y de las minorías. Al referirme a minorías no lo hago tan solo a las políticas, sino a todas las minorías que hay en el seno de una comunidad: políticas, religiosas, raciales, intelectuales. La democracia implica que los individuos tienen derechos que no pueden ser destruidos ni por la voluntad de la mayoría. Implica que las minorías tienen derechos que no pueden ser destruidos por la voluntad de la mayoría. Los derechos de la mayoría son a legislar y desarrollar programas en toda aquella área de acción pública en que pueda desarrollar sus propósitos sin quebrantar derechos básicos de individuos o de minorías--incluyendo, desde luego, aquellos derechos básicos sin los cuales las minorías nunca podrían convertirse en mayorías. Me refiero a la libertad de palabra, de religión, de prensa, de reunión, de petición pacífica: todos los derechos que una minoría que tenga razón pueda, al estar en libertad de utilizarlos, ir convenciendo a una mayoría de que llegue a respaldar sus puntos de vista y sus propósitos colectivos. Todos estos derechos, repito, deben tener la más estricta y eficaz protección en las cláusulas de la Constitución de Puerto Rico. Algunos de ellos, aunque están protegidos en disposiciones de la Constitución de la Unión Americana que se aplican a Puerto Rico, pudieran no estar protegidos en toda la extensión en que nuestro pueblo desee protegerlos; y nuestra constitución es el sitio en el cual la voluntad de nuestro pueblo puede fortalecer el amparo a esos derechos.

Hay disposiciones de reglamentación pública que son muy buenas en sí y que, sin embargo, por razones que acabo de explicar, no corresponderían en el texto de una constitución. La inmensa mayoría de las leyes sociales son atributo inherente a una democracia moderna; y, sin embargo, solamente algunas disposiciones de tal índole corresponderían en la rigidez de una constitución. Todo lo que pueda ser legítimamente variado en su forma o sustancia por un cambio en la opinión de la mayoría del pueblo--reflejado en el gobierno que elige, sin comprometer ningún derecho individual o de minoría--debe estar en manos del poder legislativo, o sea, del poder que frecuentemente se somete a la voluntad del pueblo a través de los votos. Todo lo que fuere ilegítimo hacer, aun para una mayoría, porque envuelve derechos básicos de individuos o de minorías, corresponde que se les proteja plenamente en la constitución.

Fines de la Constitución

Una constitución cumple tres fines: primero, designar toda la estructura del gobierno en la forma que sus autores, que la hacen, y que el pueblo, que ha de aprobarla, crean de mayor utilidad y de mayor garantía para la democracia y para todos los desarrollos sociales, económicos, culturales, políticos, bajo la democracia; segundo, garantías a individuos y a minorías al limitar los poderes de las distintas partes del gobierno creadas por la constitución misma; y tercero, expresar los ideales básicos de vida que mueven al pueblo que hace de esa constitución su ley fundamental. En esta tercera función, sobre todo en un pueblo sin experiencia constitucional efectiva como el nuestro, puede la constitución ejercer una influencia educativa de gran eficacia. Debemos cuidarnos, sin embargo, de que la constitución no ordene nada que no pueda cumplirse en la realidad. Un documento constitucional no debe perder fuerza moral para sus partes efectivas por contener otras partes imposibles de poner en vigor, por lo menos en el momento en que se apruebe. Ejemplo de esto es la Prohibición, que fue parte de la Constitución federal durante trece años. No solamente no se cumplió el mandato constitucional sobre la Prohibición, sino que se debilitó el respeto a otras cláusulas de la constitución y a las leyes en general.

Actitud antidemocrática

Me entero de que uno de los partidos políticos de Puerto Rico ha decidido no concurrir a las elecciones del 27 de agosto. No veo razón por la cual no pudieran los delegados que eligieran, con los votos que tuvieren, ir a la asamblea constituyente y plantear sus puntos de vista sobre la naturaleza de la constitución en sí y, además, ayudar a que la constitución, aunque no sea la que favorecerían si fueran mayoría, pudiera ser tal vez perfeccionada por la gestión de ellos dentro de la naturaleza de unión con Estados Unidos que es la voluntad mayoritaria.

Sin embargo, si por razones que les parezcan adecuadas no desean votar ni a favor ni en contra, me parece que el procedimiento más democrático, y el que se presta a menos reclamaciones engañosas después, es el de concurrir a las urnas y depositar las papeletas en blanco. Ya sobre la votación del 4 de junio se han hecho reclamaciones estadísticas inclinadas a contar los que dejaron de ir a las urnas como contrarios a la constitución. Esto, naturalmente, no tiene realidad alguna. En Estados Unidos continentales, donde la costumbre de votar en elecciones donde no hay envueltas candidaturas viene de muchos años, concurre a las urnas un total de electores a esta clase de elecciones mucho más pequeño, menos de la mitad del que concurrió en Puerto Rico el 4 de junio. Reclamar para sí los que no votaron el 4 de junio; y ahora, el 27 de agosto, cuando se va a votar bajo las insignias de partidos, decidir no ir a votar, es declararse culpables los líderes de ese partido de un timo a la opinión pública y querer ocultarse en el momento en que, con votos y con números, puede quedar probado el timo ante la opinión pública.

Por eso yo les aconsejo a estos compatriotas, si no quieren estar sujetos a la sospecha de ese timo, que concurran a las urnas el día 27 de agosto y depositen sus papeletas en blanco. Entonces, haciéndolo así, si realmente eran muchos el 4 de junio, se comprobará el 27 de agosto y se libertarán de haber atentado un timo a la opinión pública de Puerto Rico. Si no lo hacen, si no van a depositar sus votos en blanco para que se les cuenten, estarán probando el timo y la intención de dar el timo. Y mal cuadra en la democracia que a un mismo grupo de hombres se les pueda señalar que expresan su respeto y admiración a la violencia como medio de cambiar el Gobierno (Resolución de Aguadilla de noviembre de 1950), y que tratan de dar un timo con votos que no se cuentan. Los seguidores de buena fe de quienes así proceden deben observar conjuntamente estos dos signos antidemocráticos, contrarios a la libertad de la gente. Hablan esos líderes en nombre de la independencia separada de la patria-nombre, pero respetan la violencia de terroristas contra la patria-pueblo y dan timos sobre los contajes de votos de la democracia.

Significado de Luis Muñoz Rivera

Hemos hablado hoy de la evolución en lo político y en lo económico; de cómo buscando siempre un objetivo incambiable de libertad integral armónica en todos sus aspectos para el pueblo de Puerto Rico, se deben llevar los métodos que más se adaptan, y se vayan adaptando, a la realidad para lograr esos fines. Dije al principio que esta recapitulación arrojaría luz, no sólo sobre el trabajo de esta generación, sino también sobre el significado de Luis Muñoz Rivera, cuyo día hoy conmemoramos. Creo que si algo, por encima de otras cosas, representó Muñoz Rivera en el desarrollo del pueblo Puerto Rico, fue su inflexible amor al pueblo y su dinámico y flexible uso de todos los medios lícitos de la realidad para que su amor al pueblo se convirtiera en el mayor bien, en la mayor libertad real para el pueblo.

Así, en circunstancias tan distintas a las de su día, le rendimos tributo a la eterna fidelidad de su espíritu a la libertad real y entera de su pueblo.